Antiguamente se pregonaba: el “juicio que no empieza por la detención, nunca alcanzará al ladrón”, queriendo significar que si el autor del hecho delictivo no es privado de la libertad para enjuiciarlo, nunca se cumplirán los fines del proceso.
Así planteadas las cosas, habrá no obstante que caminar con cuidado, porque bien visto el asunto, para determinar si efectivamente se trata del ladrón, previamente habrá que someterlo a juicio y sólo después de ello se podrá estar en posición legal que justifique su detención, lo cual descarta la detención para investigar, como el signo opuesto al investigar para detener. El problema entonces es determinar si efectivamente es el inculpado autor del delito, porque sólo en ese caso estará justificada la utilización en su contra de medidas coactivas por parte del Estado.
No podría ser de otra forma la solución, si se tiene presente que el objeto principal del proceso penal consiste en resolver el conflicto de intereses surgido entre el inculpado, a quien se atribuye la comisión del hecho delictivo, y la sociedad, representada por el Ministerio Público, afectada por la comisión del delito.
Ha sido muy criticado en redes sociales el hecho de que los delitos de abuso sexual contra menores, feminicidio, robo a casa habitación, robo a transporte de carga, desaparición forzada, transporte de explosivos y portación de armas de fuego del uso exclusivo del ejército no fueran elevados al rango de graves por la Comisión de Puntos Constitucionales del Senado, mientras que, por otro lado, se busca que se consideren graves el robo de hidrocarburos, la corrupción y el uso de recursos con propósitos electorales.
Conforme al artículo 14 constitucional, nadie puede ser privado de la libertad sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y con leyes expedidas con anterioridad al hecho, lo que complementa la disposición del artículo 16 del Pacto federal, en tanto expresa que no podrá librarse orden de aprehensión sino por la autoridad judicial y sin que preceda denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito, sancionado cuando menos con pena privativa de libertad y existan datos que acrediten el cuerpo del delito y que hagan probable la responsabilidad del indiciado, en el concepto de que sólo por delito que merezca pena corporal, dice el artículo 18 del mismo ordenamiento constitucional, habrá lugar a la prisión preventiva.
La imposición de esa medida y la delimitación de sus alcances, es lo que habrá de discutirse para convenir en la justificación del gravamen contra alguien respecto de quien no existe una resolución judicial que lo señale como culpable.
Una parte importante de la doctrina está parcialmente conforme en la utilización de la prisión preventiva como medida cautelar, para que se prive de la libertad a una persona mientras dura su procesamiento.
La explicación para ello se hace derivar del hecho comprobado de que al concluir un proceso por sentencia de condena, resulta muy difícil su cumplimiento pues en el grueso de los casos el condenado se sustrae a la acción de la justicia, aunado lo anterior a otras circunstancias, verbigracia a que se han multiplicado los medios de comunicación y las facilidades para transportarse de un país a otro, con lo que la extradición sólo en escasas hipótesis cumple sus elevadas finalidades de evitar la impunidad, hecho al que habrá que sumar el concerniente a que como se trata de un instituto jurídico-político, generalmente queda sujeta a la complacencia del país requerido y a las buenas o malas relaciones que en el plano internacional tenga el país requirente, sin descartar también la equivocada política criminal que plantea la reducción de los índices de delincuencia basada preferentemente en el aumento desproporcionado de las penas de prisión y en la calificación de cualquier tipo de conductas como delitos graves, argumentando que impactan de manera importante los valores sociales.
Otras causas concurren a agravar el problema, como la sobresaturación de las prisiones que operan en condiciones infrahumanas, sin ofrecer seguridad ni trato digno a los reclusos, circunstancia intimidante que favorece la búsqueda de la impunidad; el incumplimiento cabal de los fines readaptativos que se atribuyen a la reclusión y la lentitud con que transcurren los trámites del proceso, que a veces orillan inclusive a allanarse a una sentencia que condena a la pena de prisión, si puede sustituirse legalmente por otra, aun en el caso de considerarse inocente el acusado.
Pero parece que la verdadera explicación que trata de enmascararse pero que cada vez más confirma la realidad, se mueve en gran medida hacia la ineficacia de la autoridad policíaca en lo que hace al control de los procesados en libertad caucional.
Enseña la práctica que quien obtiene la libertad provisional casi nunca regresa a prisión a cumplir la pena si ésta le impuesta.
Libertad provisional, en nuestro medio, equivale a absolución.
Esto explica la fuerza con que empujan los medios de comunicación y la opinión pública a los diputados y senadores, a ensanchar la lista de los delitos graves, pues de esta manera se evita la concesión del beneficio libertario, aunque por otro lado sigan haciendo crisis los otros problemas: aumento de los presos sin condena, como los denomina Fix Zamudio; sobrepoblación en el nicho carcelario contaminante y cero readaptación social porque no se puede y no se debe, en este estadio del proceso.
Todo esto explica ampliamente el interés del inculpado en librarse de los efectos de la pena y a la vez más o menos justifica la aplicación de la medida preventiva de privación de la libertad.
“La prisión preventiva –dice Jofré, por ejemplo- es una medida de seguridad, un medio para mejor instruir los procesos y una garantía de que se cumplirá la pena. Solamente reuniendo esos requisitos puede justificarse”.1
Ciertamente está de acuerdo en que la libertad personal es un derecho perteneciente a todo hombre por el solo hecho de serlo, pero admite que puede restringirse. Si la restricción sucede al juicio en que se le encuentre culpable, no existirá problema alguno y la sociedad colmará su pretensión de castigarlo.
Surge el problema cuando las limitantes a la libertad necesitan imponerse durante el enjuiciamiento y antes siquiera de que se haya averiguado si es el inculpado inocente o culpable. En estos casos, se trata de una injusticia, pero de una injusticia que es una exigencia del orden social, por lo que hay que limitarla racionalmente sin perder de vista que envuelve un mal irreparable.
“La experiencia de los pueblos cultos nos demuestra, asegura también Jofré, que es posible instruir las causas sin que el acusado esté privado de su libertad. Si se desea que preste declaración y suministre a la justicia los antecedentes del hecho, basta con detenerlo por ocho días como máximo; si se quiere que no coheche testigos ni trabe la marcha de la causa, fíjesele un domicilio especial, del cual no podrá alejarse, y hágase lo mismo en los casos en que haya peligro de posibles choques con la víctima, o sus parientes o amigos.”2
Ubicando en su justo espacio el problema, puede afirmarse en lo general, que sólo tratándose de delitos calificados como graves por la ley, se aplica la prisión preventiva, porque en los no graves, al ser procedente la libertad provisional bajo caución, y otorgarse en general sustitutivos penales, es raro que el inculpado tenga interés en fugarse y si lo hace, en el pecado llevará la penitencia por las grandes dificultades que implica abandonar su domicilio, familia, afectos, trabajo, etc.
Siguiendo estas líneas de pensamiento, Máximo Castro sostiene que la libertad, como todos los derechos, no reviste un carácter absoluto sino que está sujeta a las limitaciones que impone la convivencia social, por lo cual, cuando ha ocurrido un delito que hiere el sentimiento medio de la sociedad en que se produce, es explicable que a los presuntos autores del hecho, se impongan restricciones a su libertad, mientras corren las investigaciones.
Si los detenidos resultan inocentes, entonces, es injusta la restricción de la libertad que sufrieron, pero esa injusticia ha de admitirse que fue necesaria, con base en principios superiores de mantenimiento del orden social, aunque de todas maneras, habrá que reducir a lo estrictamente indispensable la medida, haciendo más frecuente el uso de la libertad provisional.
Ahora bien, si llegara a probarse, por el contrario, su culpabilidad, la privación de la libertad evitó su fuga y condujo a tenerlos sometidos a disposición de la justicia durante el proceso, dificultándoles, adicionalmente, el que pudieran hacer desaparecer las pruebas del delito o volver estériles, en cualquier otra forma, las pesquisas o investigaciones judiciales.3
Conclusión
Si bien la medida cautelar de prisión preventiva es necesaria en algunos casos o incluso indispensable en otros para garantizar la presencia del imputado en el juicio y también el cumplimiento de una sentencia condenatoria si es el caso, también lo es que la esta no debe ser oficiosa y ni la Constitución ni los códigos procesales o penales deben imponerla en razón al delito de que se trate.
La prisión preventiva debe de ser una potestad exclusiva del juzgador, quien analizando caso por caso deberá determinar la mayor o menor factibilidad de que el imputado este presente en el juicio y compurgue la pena que le sea impuesta de llegar el caso, tomando en cuenta por supuesto, la capacidad de la autoridad administrativa para garantizar que así se cumpla.
Luego entonces, ningún delito debería tener prisión preventiva oficiosa, sino permitir que el arbitrio judicial sea quien lo decida tomando en cuenta las circunstancias del hecho y por supuesto las del imputado, sin soslayar que su única finalidad es precisamente esa que hemos venido señalando, que comparezca al juicio y que pueda cumplir la condena que de llegar el caso le sea impuesta.